martes, 30 de junio de 2009

Belgravia (El túnel del tiempo)

Entro a la panadería Belgravia, cierro los ojos e imagino que el reloj ha retrocedido 25 años y puedo escuchar las siguientes frases: “Para mí baguette dulce", "A mí pídanme un relámpago o un borracho", "Yo quiero un pionono", "Yo, un enrollado de hot-dog” He perdido la noción de cuantas veces escuche el mismo dialogo cada vez que visitábamos esta panadería. Abro los ojos y veo las mismas vitrinas llenas de panes, pasteles dulces y empanadas. Detrás los hornos de pan y al fondo las cajeras protegidas por un vidrio. Como si el tiempo se hubiera detenido en la década del 80. A mí los años sí me cambiaron y los pasteles de Belgravia fueron superados por las exquisiteces del Gourmet Deli. El enrollado de hot-dog fue olvidado impunemente gracias a las empanadas del San Antonio. Pero todavía existe algo que me devuelve a esos años felices de infancia y que no he encontrado en ningún otro sitio: El baguette dulce.
¿Cuántas veces devoré un baguette dulce con mantequilla, mermelada o sin nada encima? ¿Cuántas veces le quité la corteza de encima porque odiaba los granitos de ajonjolí? ¿Cuántas veces traté de llevar la dichosa bolsa de papel que siempre terminaba doblándose? Hace un par de semanas volví por el local de Belgravia para comprobar que siguen siendo los expertos en preparar este pan dulce. (Ojo lo venden recien salido del horno a partir de las 3:00) Le debo una disculpa a esta panadería por haberla olvidado durante tanto tiempo. Le debo un agradecimiento por preparar el mejor baguette dulce de todo Lima.

Belgravia aún sobrevive por lo que no pediré un minuto de silencio. Será suficiente con disfrutar un trozo de su extraordinario baguette dulce con una taza de humeante chocolate del Cuzco. O si no tiene chocolate, café o solo. Para mí es suficiente para recordar los mejores momentos de mi vida.


Belgravia queda en Av. Arenales 2304, Lince.

jueves, 18 de junio de 2009

Elio Tubino: La panadería extinta

Cuando era niño y salía con mi madre la parada obligatoria antes de volver a la casa era Elio Tubino. Aún recuerdo la caja del fondo donde me entregaban el añorado y minúsculo ticket blanco de letras moradas con el que podía hacer mi pedido. Aún puedo saborear en mi mente la empanada de queso, el enrollado de hot-dog y el misterioso pastel de queso, cuya diferencia con la empanada nadie supo explicarme nunca. Aún puedo ver a los dependientes sacar los panes de sus hornos inmensos y llenar las vitrinas para deleite de las personas que estaban esperando.

¿Cuántas veces habré comido una empanada en Elio Tubino? Tengo entendido que era uno de los pocos lugares donde se podía adquirir productos importados, aparte de la gran variedad de panes, postres y bocadillos salados que ofrecían. Comprar una empanada de queso, morder el hojaldre crujiente y sentir el queso derretido es un recuerdo que está grabado en lo más hondo de mi mente. Este lugar fue escenario de infantiles peleas con mi hermano porque no me daba la gana de compartir mi empanada o mi gaseosa. El resultado era siempre la amenaza, nunca cumplida, de mi madre: “La próxima vez no venimos”.

De adolescente cuando iba a jugar a las maquinitas pimball del Bing Bang y me daba una vuelta por Elio Tubino pude notar que ya no era el mismo local de siempre. En los polvorientos anaqueles los licores importados habían sido reemplazados por botellas retornables de gaseosas nacionales. En sus vitrinas, como último manotazo de ahogado, ofrecían impensables entremeses como choritos a la chalaca y papas rellenas para los hambrientos oficinistas de media mañana. Las cajas de chocolates importados descoloridas por el sol era mudos testigos de que se habían acabado los buenos tiempos. La decadencia de Elio Tubino era inevitable y lo peor (y en ese momento no lo entendí) es que parte de mi niñez se fue con esta panadería.

Tiempo después cerró y sólo quedó el local viejo y abandonado que puede verse en la foto. Cada vez que paso por la avenida Ricardo Palma es inevitable sentir algo de nostalgia. Tres minutos de silencio por esta gran panadería.

miércoles, 10 de junio de 2009

Sears: La cafetería extinta

Cuando estaba en primaria y obtenía buenas notas en los exámenes bimestrales el premio siempre era una visita a la cafetería de Sears. Era un local elegante con música ambiental, mesas de madera y una larga fila de platos en el mostrador de autoservicio. Siempre cogía mi bandeja y lo pasaba de largo pensando en cómo la gente podía comer esos platos si allí preparaban la mejor comida de todas: ¡Salchipapas!. No puedo recordar haber elegido otra opción y aún ahora me asombro de cómo pude haber despreciado las tortas que ofrecían de postre.

Mi hermano y yo éramos felices consumiendo sendos platos de salchipapas, los cuales acompañábamos con ingentes cantidades de kétchup. Cada uno cogía su chisguete rojo y lo defendía como si fuera el último que había en toda la cafetería. A pesar de tener cuidado a veces cogíamos por error uno que al apretarlo botaba una odiosa mezcla verde llamada chucrut. Pero sucedió que un día llegamos y no había ningún chisguete a la vista. Cuando solicitamos kétchup, uno de esos mozos amargados que odia a los niños echó un poco en un platito y dijo que esa era la porción para los dos. Ante el reclamo airado de mi hermano solicitando otra porción, el mozo muy orondo afirmó que “los hermanos debían compartir”. Donde esté ese mozo atorrante aún sigo recordándolo con odio. Comer salchipapas sin kétchup era tan insoportable como que me regalaran un juguete sin pilas.

Sears ya no existe. Se transformó en Saga y en el estacionamiento se construyó ese esperpento de metal y cemento llamado Tottus. La otrora elegante cafetería fue reemplazada por un infierno repleto de counters de comida chatarra e incómodas mesas de plástico y que podría estar sin mucho esfuerzo en la tercera parte de la lista negra. Ya no existen los chisguetes rojos de sino esos ridículos sobrecitos de kétchup Alacena. Ya no existen mozos atorrantes sino dependientes que arquean las cejas cuando les digo que un sobrecito no me alcanza ni para el arranque. Ya no existe música ambiental sino un insoportable perifoneo anunciando las rebajas del día. Dos minutos de silencio por la olvidada cafetería de Sears y sus inigualables salchipapas.

jueves, 4 de junio de 2009

Herbert Baruch: La pastelería extinta

Cuando era niño visitaba muy pocas veces a mi abuela materna por motivos que prefiero no mencionar en este blog. Uno de los últimos recuerdos que tengo de ella es haber aceptado una invitación para almorzar en su casa. Como todo adolescente despreocupado e indiferente lo tomé como un día más. Anciana y cansada mi abuela me invitó un plato de ají de gallina que ella misma había cocinado. No tenía mucho sabor pero lo comí sin dejar de mencionar una y otra vez lo bueno que estaba. Cuando acabé el plato mi abuela puso en la mesa una caja de cartón cubierta con plástico transparente. Sólo me dejó coger un cachito relleno de manjarblanco antes de guardar velozmente la caja en la refrigeradora. Pude leer en el cartón el nombre de la pastelería: Herbert Baruch. Tuvieron que pasar diez años para que volviera a escuchar ese nombre.

Ya olvíde el día en que leí un artículo del diario El Comercio donde resaltaban las virtudes de esta pastelería. Pero su sola mención (que me hizo evocar aquel almuerzo) y el hecho que estaba dirigida por un chef suizo fueron motivos suficientes para hacerles una visita. Lamentablemente Herbert Baruch ya estaba en su época de decadencia. La atención era deficiente, no había mucha variedad y no encontré nada rescatable en los postres que probé. Es más, la crema pastelera de los profiteroles tenía una textura y sabor que me recordaba al engrudo. A pesar de sus deficiencias relaciono esta pastelería con el último recuerdo alegre que tengo de mi abuela y por eso tiene su lugar en esta lista. Un minuto de silencio por Herbert Baruch.